Óscar DOMÍNGUEZ
(Tenerife, Canarias, España, 1906)
(París, Francia, 1957)
En el Diccionario de las vanguardias en España ( 1907 - 1936), Juan Manuel Bonet define al pintor Óscar Domínguez como "el tercer gran nombre", junto a Miró y Dalí, "que España dio a la pintura surrealista". Una muy buena definición que de inmediato dibuja la constelación de nombres y la altura crítica en la que es necesario situar la pintura y la creación plástica de este pintor alineado con las tesis más subsversivas del Surrealismo. Nacido en la isla de Tenerife en 1906, Óscar Domínguez no ha dejado de sorprendernos por su versatilidad en la inventiva de objetos, pinturas y múltiples construcciones surrealistas. Su infancia y adolescencia se nutre de los paisajes primitivos de la costa de Tacoronte; de sus barrancos y playas de arena negra; de la exuberante vegetación que asoma a cada paso y entre la que predomina la corona del drago. Toda esta riqueza natural da forma a los escenarios en los que trascurre su adolescencia y que muy pronto serán incorporados a su pintura primera. En 1927 se traslada a París para llevar negocios familiares donde permanece hasta su muerte. Pinta como aficionado hasta 1931, cuando la muerte de su padre le obliga a ganarse la vida como pintor. De 1929 a 1938 se extiende su etapa propiamente surrealista, que se nutre de la técnica daliniana de la paranoica crítica y del uso de de las formas delicuescentes adaptándolas a su modo de entender la pintura, libre, sin ataduras acadécmias y totalmente intuitiva. En 1934 comienza a frecuentar a los poetas y pintores del grupo surrealista parisino, que le atribuyen el calificativo de "surrealista espontáneo" por la fuerza carga onírica de su pintura, que se adapta a la perfección a las tesis del Surrealismo sin haber conocido previamente a los creadores de este movimiento artístico. En esos mismos años comienza a experimentar con procedimientos automáticos como la decalcomanía, cuya invención la atribuye el Diccionario del Surrealismo (París,1937) escrito por Paul Éluard y André Breton con motivo de la Exposición Internacional del Surrealismo (1938) celebrada en la Galeria de Beaux Arts de París. De esos primeros años treinta son algunas de sus pinturas más destacadas, entre ellas, El Drago de Canarias (1933), La bola roja (1933), Le dimanche (1935), Cueva de Guanches (1935), Los sifones (1938). También durante la década de los años treinta realiza diversos objetos surrealistas, demostrando un gran domino técnico y una destacada ionventiva, pues tal y como subaya el surrealista Édouard Jaguer "el mundo de los objetos surrealistas no sería lo que es sin las creaciones de Domínguez". Muchas de estas obras, hoy dispersas en colecciones públicas y privadas de Europa y EEUU han sido expuestas en las sucesivas exposiciones retrospectivas que se han realizado en las últimas décadas, especialmente la exposición comisariada por Ana Vázquez de Parga, Óscar Domínguez : antológica 1926-1957. Centro Atlántico de Arte Moderno, Las Palmas de Gran Canaria, 23 de enero- 31 marzo 1996; Centro de Arte “La Granja”, Santa Cruz de Tenerife 19 de abril- 18 de mayo de 1996; Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 25 junio- 16 de septiembre 1996.
A finales de los años treinta son sus pinturas cósmicas, una etapa que dura tan solo dos años, pero que destaca por su impulso automatista y deliberadamente espontáneo. Las pinturas cósmicas de Óscar Domínguez constituyen una de las expresiones más originales del automatismo, motivo por el que, junto a Victor Brauner, Esteban Francés, Roberto Matta, Gordon Onslow Ford, Wolfgang Paalen, Kurt Séligman, Yves Tanguy y Raoul Ubac, entre otros, conforma la generación que encontrará nuevos horizontes en una pintura esencialmente gestual. En efecto, los paisajes cósmicos de Domínguez abordan una visión casi apocalíptica del mundo, que se amplifica en su serie de pinturas de “las redes” hasta alcanzar imágenes insospechadas del final de los tiempos, y que acaso tenga una de sus mejores expresiones en El cometa (1940) –también conocido como La solitude–, lienzo que perteneció a Eduardo Westerdahl y que enriquece, ahora, la colección de TEA Tenerife Espacio de las Artes.
En 1940 Óscar Domínguez viaja, como otros tantos artistas e intelectuales, hasta el viejo puerto de Marsella, al sur de Francia, con la esperanza de obtener un visado que les permita partir hacia tierras americanas. La villa marsellesa de Air-Bel, sede del Comité Americano de Ayuda a los Intelectuales coordinado por Varian Fry, y albergue de acogida de André Breton y los suyos, se convierte en un lugar de reunión de muchos artistas y escritores –Victor Brauner, René Char, Óscar Domínguez, Max Ernst, Jacques Hérold, Wifredo Lam, André Masson, Benjamin Péret, entre otros– en espera de obtener la documentación que les permita abandonar el territorio francés. En ese tiempo angustioso de la espera, los surrealistas confían el paso de las horas al entretenimiento de numerosos juegos de creación colectiva, el más célebre de todos, el Juego de Marsella. Se trata de un juego de cartas que sustituye sus emblemas habituales –los corazones, picos, rombos y tréboles– por los símbolos del ideario surrealista: el Amor, el Sueño, la Revolución y el Conocimiento. Este Juego de Marsella –perteneciente a la colección del Museo Cantini– es la expresión más alta de las experiencias colectivas promovidas por el Surrealismo. Seguramente fue su condición de exiliado español lo que impidió a Domínguez obtener la documentación necesaria para abandonar el país. Al igual que él, también los pintores Jacques Hérold y Victor Brauner vuelven sobre sus propios pasos: el primero se instala en la región de Lubéron; el segundo, en Basses-Alpes. Sobre este episodio del grupo surrealista en Marsella y sobre el papel de Óscar Domínguez en aquel capítulo de excepción el precisamente el Museo Cantini de aquella ciudad francesa ha realizado varias exposiciones. Una de ellas, La part du jeu et du rêve (2005) fue la priera retrospectiva del pintor en Francia. La comisarió Vérinique Serrano.
A finales de 1941 Domínguez vuelve a su estudio parisino del Boulevard Montparnasse. No cabe duda que de aquí se encuentra un punto de inflexión en su itinerario vital y creativo. Nunca volverá a retomar el periodo cósmico, de tal suerte que abandona los caminos del automatismo gestual que tanta inquietud y asombro causaba entre sus amigos surrealistas. Cabría preguntarnos qué habría sucedido –en qué pintor se hubiese convertido Domínguez– de haberse instalado junto a pintores como Max Ernst o Yves Tanguy en Nueva York, ciudad que pronto relevaría a París como capital mundial del arte, precisamente en un momento en el que un grupo de pintores neoyorquinos aprendía las enseñanzas del automatismo para llevarlas a su máxima expresión, al terreno del expresionismo abstracto americano.
A su regreso a la capital francesa Domínguez se convierte en el principal ilustrador de La Main à Plume, un grupo surrealista clandestino que, sorteando el control nazi, desarrolla una intensa actividad surrealista y edita publicaciones –en su mayor parte colectivas– en las que participan poetas y pintores. En 1941 ven la luz Noués comme une cravate, de Christian Dotremont o la plaquette Transfusion du verbe, ambos con ilustraciones de Domínguez, aunque es al año siguiente cuando La Main à Plume publica los que acaso sean sus títulos más recordados. Nos referimos a la publicación colectiva con cubierta de Picasso La conquête du monde par l’image (1942) –que recoge la teoría de Domínguez y Sábato sobre los espacios litocrónicos y “la petrificación del tiempo”–, así como el cuadernillo poético de Paul Éluard Poesie et Vérité, que juega un papel esencial en el contexto de la Resistencia y que, a la postre, se convertiría en un poema esencial en la educación general básica del sistema educativo francés de hoy. Pero 1942 es también el año en el que Domínguez ilustra el poemario de Laurence Iché Au fil du vent, uno de cuyas viñetas sirvió de frontispicio para la colección Les pages livres de La Main à Plume. De ese mismo año data, en fin, la aparición del libro Domaine, de Robert Ganzo, para el que Domínguez realiza ocho aguafuertes de una logradísima ejecución. Sobre este episodio, y sobre el Domínguez ilustrador y dibujante, TEA Tenerife Espacio de las Artes celebró en 2011, bajo la dirección de Javier González de Durana, la exposición Óscar Domínguez: una existencia de papel, comisariada por el conservador de la Colección Domínguez en TEA, Isidro Hernández Gutiérrez.
A principios de los cuarenta, concretamente en 1943, atraviesa una etapa influida por el pitor metafísico Giorgio De Chirico, en la que Domínguez logra abrir un período de gran personalidad, componiendo varias de sus naturalezas muertas más destacadas, La fin du voyage (1943), La venus del Ebro (1943) o La chambre noire (1943). Poco después el conocimiento profundo de la obra de Picasso, facilitado por la amistad entre ambos durante los años de la Ocupación, le lleva a una síntesis de imágenes surrealistas de configuración cubista.
Entre 1946 y 1949 Óscar Domínguez viaja a Checoslovaquia para participar en varias exposiciones. La primera, celebrada en la galería Manes, acogería a los artistas españoles republicanos en el exilio, entre ellos, Baltasar Lobo, Condoy, Viola, Pedro Flores o el propio Domínguez. Y seguidamente, Domínguez expondría en las localidades de Olomouc, a finales de 1947, y en Bratislava en enero de 1949. Se trata de un período de madurez del pintor que da a luz obras memorables, muchas de ellas repartidas hoy en colecciones públicas y privadas checas. Un ejemplo de ello es la presencia del pintor en las colecciones de la Galería Nacional de la república Checa, en donde se conservan muy buenos ejemplos de aquel período.
Entre finales de los cuarenta y principios de los cincuenta transcurre el período "esquemático", que supone la superación de la dependencia picassiana en composiciones más serenas y equilibradas, portadoras de un cromatismo sereno, delimitado por su característico "triple trazo". Se trata de uno de los momentos más originales en la trayectoria del pintor. Destacan, en estos años, sus ateliers, no sólo por el sentido metapictórico de una pintura que quiere referirse a la propia pintura inventariando su espacio de trabajo –el caballete con manivela, la paleta de colores, el pincel, el taburete, el lienzo o la ventana luminosa que se abre al exterior–, sino por la mayor prolijidad de detalles y, de nuevo, por la relación equilibrada y sostenida entre el fondo y sus figuras. También le dedica una serie a los cuerpos híbridos, en la que Domínguez confirma que el instinto metamórfico que siempre ha presidido su pintura sigue vigente. En estas figuras híbridas poco importa lo que creamos ver –si un toro, un perro, un caballo o un arquero– porque probablemente sea todo eso conjuntamente. Lo esencial es el encuentro y la confusión de las líneas, la imagen doble, la cópula de los cuerpos. A partir de 1955 trabaja en los límites de la abstracción, que abandona en el último año de su vida para reavivar su inicial interés por el automatismo.